Fue en un prólogo de 8,5 kilómetros, en la ciudad de
Pereira, en la famosa trasnochadora, querendona y morena ciudad. Fue en el
inicio de la Vuelta a Colombia, en la histórica carrera de la tierra de los
escarabajos, esos que hoy brillan por el mundo entero. Fue una situación breve,
de unos segundos, de unas palabras, pero que me guardaré por siempre en mi
memoria, porque me llegaron a lo más profundo de mi corazón.
El protagonista de la historia fue un joven, un muy joven
ciclista que se preparaba para largar la corta contrarreloj individual. Debo
confesar que como para mí fue tan fuerte y conmovedora la vivencia me olvidé de
preguntar su nombre, no recuerdo su uniforme ni tampoco el número que portaba.
Ahora, pasado un tiempo, pienso que no importa tanto su nombre porque siento
que fueron varios los jóvenes que ese mismo 5 de agosto de 2018 vivieron esa
situación o similar.
Este chico entró concentrado a la zona de medición de
bicicletas previo a su largada de la crono. Se sentó y las piernas le
temblaban. Miraba a su bici pero a la vez no miraba nada. Estaba nervioso,
ansioso, emocionado... y me di cuenta que iba a largar por primera vez la
Vuelta a Colombia. No me hizo falta preguntarle si era su estreno en la
tradicional carrera, se notaba, se palpaba.
Le notificaron que su máquina estaba en orden y vi que sus
ojos se le tornaron vidriosos. Se levantó, tomó la bici, mejor dicho, la
acarició con sus manos, se la acomodó dulcemente a su costado y ya estaba listo
para comenzar a desandar los pocos pasos que tenía hasta la rampa de salida,
sólo debía aguardar que largaran un par de ciclistas por delante antes de su
turno.
Se ve que lo llamaron por el parlante, que él oyó su nombre
porque se dispuso a iniciar ese camino hasta el partidor. Yo no reparé en ese llamado,
sino obviamente recordaría su nombre… yo estaba tratando de adivinar qué era lo
que él sentía en ese momento, algo que no logré.
Empero, justo cuando iba a dar su primer paso se detuvo
súbitamente. Fueron unos segundos largos, pero segundos al fin... quizá para él
fueron minutos eternos, horas tal vez en las que supongo se le habrán pasado
por su cabeza los años y años de entrenamientos y las carreras y más carreras
que realizó para poder ganarse un lugar y llegar a ese momento soñado de formar
parte de la Vuelta.
Y si ya me había emocionado la situación, las tres palabras
que salieron luego de la boca del joven directamente me quebraron.
Justo antes de ese primer paso hacia la rampa, giró su
cabeza, miró a un hombre que estaba del otro lado de la valla y le dijo, en un
susurro tímido y suave: “me voy papi”.
El señor no pudo responder, estimo que al igual que yo tuvo
ganas de correr y abrazarlo fuerte, fuerte, fuerte, decirle que no tuviera
miedo, que todo iba a estar bien, que lo amaba, que estaba orgulloso... Pero
no, se contuvo, le sonrió y con su mirada le dio confianza. Fue suficiente.
Sin embargo, yo vi como se le aguaron los ojos cuando su
hijo giró y empezó a caminar. Instintivamente miré a su niño, pero él rápido se
había puesto las gafas, quizá más que para prepararse para la carrera, para
esconder esas lágrimas que también le podrían llegar a brotar.
Y ahí se fue, a largar su primera Vuelta a Colombia, a
recibirse de ciclista, a cumplir un sueño. Y también a su papá lo vi irse en el
auto de apoyo, orgulloso, muy orgulloso de que su cachorro se le hizo grande.
No pregunté su nombre, no recuerdo su uniforme ni tampoco
el número que portaba ese joven. No importa. Soy hijo y soy papá, y vea desde
el lado que vea esta historia me emociona siempre de la misma forma.
Ahora, ya pasados los días, la revivo en mi mente y es
imposible que no me emocione, es más a veces debo confesar que me cuesta evitar
que una o unas lágrimas caprichosas rueden por mis mejillas.
Por
Mario Sábato
Hola Mario, con que gustó y con que agradó he leído su crónica, veo que eres un gran hidalgo, ha sido fascinante. Sería bueno leer otra crónica.
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